17 de abril de 2010

100.000 metros cúbicos

Cuidado: esto puede sucederle a usted en algún momento de su vida.Y a usted, y a usted que mira hacia otro lado, también. Ya sabes que hay gente que a la mínima ocasión le sobreviene una cascada de nostalgia que les deja empapados, a ellos y a quien tenga la estúpida ocurrencia de escucharles. Y a cierta edad uno tiene todos los boletos. Puede suceder en un montón de ocasiones diferentes, pero el día más señalado para cometer este acto inútil del recuerdo desmedido y llorón suele ser el sábado, más concretamente por la noche. La verdad es que el viernes también sería válido, pero parece que en esto de ponerse ciego el sábado es como más certero y universal.

Y qué mejor lugar para desarrollar el mencionado pelotazo evocador y resentido que cualquier bar, más o menos animado, más o menos sucio, y lleno de miradas desorbitadas, de almas en la horca.

Las noches del sábado son sagradas para muchos de nosotros y acostumbramos a deambular de aquí para allá, a veces en un lamentable estado, para qué nos vamos a engañar, como zombies de una peli de serie B, —cuando van de caza a la típica casita de campo llena de adolescentes gilipollas—, y damos vueltas y vueltas por las encendidas calles y caemos en picado.

Es probable que te encuentres con aquel viejo conocido que no veías en años y que se casó y que de repente se te aparece como una visión etílica, cayendo sobre ti por sorpresa y a bocajarro, justo en el último bar de la noche y no dejes de sorprenderte y le des la mano y hagas como que te alegras de verle. Oh, qué vida de mierda; ayer un amigo entrañable, hoy rebajado a "típico chapas".

También es posible que el viejo colega se emocione solo y quiera hasta invitarte a un gran vaso de algo que a esas horas ya no tengas ni puñeteras ganas de beberte, pero que por sus cojones tengas que hacerlo a la fuerza. Y hablareis de la vida y tu colega se caerá de la risa y del colocón que lleva, recordando alguna de esas tonterías que algún día vivisteis juntos, que tampoco es que aquello fuera el copón, pero que a la hora de rememorar en el colofón de lo que es una noche de sábado en condiciones, viene decorado de tal forma que resulta que era lo más divertido que jamás haya podido sucederle a ser humano alguno.

A medida que las palabras se vayan sucediendo, agotándose de vuestro ebrio álbum de recuerdos, y estés ya deseando largarte de allí, tu viejo y alcoholizado amiguito sacrificará las últimas neuronas que aún guardaba en la recámara de su intoxicado cerebro, y comenzará a enumerar, con tristísima expresión y al borde del llanto, todas las cosas buenas de aquella dorada época... un estupendo pack de frustraciones acompañadas del “lo que pudo haber sido y no fue” o el hiriente “con lo que hemos sido nosotros”, y litros y cubos repletos de momentos mojados por la lluvia del tiempo, de jaculatorias, canciones, novias... ¡qué bueno era aquello, dios!, qué bueno era... mientras te palpas la gorda barriga.

Pero en medio de un “¿te acuerdas cuando...?” tu amigo paposo claudicará y de uno de sus enrojecidos ojos saldrá la primera lagrimilla que apesta a pasado, a vejez mal llevada y que además de inútil abrirá aún más ese abismo que os separa, pues los dos habéis cambiado tanto y andado caminos tan distintos...

Pensarás que ha sido más que suficiente y que en realidad no quieres saber nada de esta gente que ha acabado un poco p'allá, y lo mismo ríe que llora o te monta una escenita, pues el exceso de alcohol facilita este tipo de cosas. Algo te retiene y sabes que eres tonto. Y sabes que eres bueno y no puedes dejar a tan lamentable personaje con la palabra en la boca, llorando como un niñato. Por eso le dices “tranquilo, qué se le va a hacer” y todo eso tan típico, gastado e inútil, que solo el silencio mejora.

Pero es tarde y tu viejo compañero de nosequé (porque muchas veces no hace falta ni recordar de qué fue tu compañero, si es que encima lo fue realmente) emana lagrimones como puños, invadido de una nostalgia y melancolía insoportables, y casi se ahoga y es inútil intentar animarle ni a él ni a nadie, pues llora sin parar, y más y más, y venga y dale, y sus lágrimas son ya enormes olas imposibles de sortear destinadas a calarte hasta los huesos y te cagas en el día y la hora en que te encontraste a ese vil deshecho humano, hinchado y ojeroso, de los tiempos del cole o vete tú a saber, y el suelo del bar se va encharcando y se va pareciendo a una piscina porque nos llegan ya las lágrimas por las rodillas, pero el tío no para y tiene unas glándulas lacrimales que son como camiones cisterna, el muy cabrón, y nos arrastra la corriente de ese río de tristeza alcohólica y anhelante saliendo precipitádamente del infame garito, empapados.

Tu amigo llorón acabará evacuando líquido, esta vez por la boca, sentado malamente en un banco lleno de meados del parque más cutre que haya por allí cerca, y tú te irás a casa medio rebotado y con la ropa hecha un cristo. Cogerás un tremendo resfriado y tu madre te echará una bronca de espanto por llegar a casa empapado, chorreando lágrimas de alguno de esos gamberros que, según ella, andan por ahí a altas horas de la madrugada... y tú la aguantarás como una bronca más y te irás a la cama de una vez por todas, dando por finiquitada la puñetera noche del sábado.

En fin, otra noche más, malgastada en palabras huecas, en recuerdos cada vez más borrosos, cuando no directamente inventados, que vuelven y te devoran el cerebro tras unos tragos de más en los garitos de costumbre. Otra noche de la nostalgia barata, los bares y las lágrimas, las tuyas y las de los demás.

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