15 de abril de 2010

La guerra en azucarillos

Definición patéticomilitar sobre un bosque de hiperpótamos

No sé como empezó todo. Además vi a mi novia, aquel día borroso, haciendo las maletas. Me dejaba, y mientras, en la calle, había guerra. Un anuncio de compresas se debatía entre la vida y la muerte y catorcemil soldados lavados con suavizante sodomavajillas, disparaban contra un tanque relleno de lujos, axilas y mantequilla católica, cuyo probable destino serían las bocas hambrientas de la población reptil.

Todo negro. Inevitables lágrimas se asomaron por mis ojos y tuve que escapar.
El martesoncedeseptiembre no cambió mi vida ni lo más mínimo, pero salí a la calle a comprar bufandas de cuadros y muchos cigarrillos, pensando en pasar una tarde memorable junto a Elena!, la ninfa tatuada en mis entrañas, la amante terrible que espero me mate en pleno orgasmo litúrgico y finiquite este pésimo llanto al que estoy atado desde los dieciséis años y tres meses.

A través de las ventanas que dan al patio pude oir el grato y placentero crujir de cráneos de los últimos ejecutivos y empresarios, esa raza de hijos de puta que son capaces de vender a su madre por un dólar-dolor de esófago, ajusticiados por los únicos niños supervivientes que todavía quedan por aquí.

Solo estaba, mi novia ya se alejó, aunque me importó una mierda que se fuera, pues en el lado genital de mi mente solo había sitio para mi querida Elena!, la ninfa siliconada a la que amo con locura... aunque a decir verdad, no sé donde puede encontrarse en estos momentos, es tan tarde... es tan dura la guerra... esa guerra... una eyaculación de bombas, de muerte, de odio, además precoz y enferma.

Una guerra. Así de sencillo, y yo desnudo, como siempre. Y casi por destellos me vienen a la cabeza aquellas tardes invernales. Esas tardes de suelo mojado, de farolas en llamas, cuando la acompañaba a casa y nos reíamos, y la besaba con una especie de miedo infantil a la posibilidad de no volver a verla más... esa sensación extraña que me hacía arder y desear todo el tiempo, y volvía a casa pensando en lo bonito del invierno, de la noche a las siete y media... de un cigarro triste... por las calles hostiles de este maldito pueblo, la avenida de la libertad asolando mi alma, algún borracho permanente, algún amigo estudiante de esos que no hacen otra cosa... en fin, los bares de siempre, y algunas chicas adictas acompañando a sus madres a los supermercados repletos de viejas esclavas de la vida, del vacío... y vuelvo a casa, digo, y me masturbo y quiero ser un buen hijo.

Pero ha pasado el tiempo y yo estoy aquí, mirando a la muerte desde la ventana. La guerra. Quedan pocos disidentes y respiro mal y destrozo a dios y a esta basura de mundo que me han impuesto estos cabrones, hombres de estado, serpientes dañinas con su séquito de militares, de policías, de bastardos que han hecho de mí un bufón, una marioneta cuya única alternativa es huir, correr, llegar al infierno mucho más agradable y cálido. Y cómo definir este mal gusto en la boca... el sabor exquisito de una taza de napalm o las conversaciones absurdas con amigos, con amigas, en el búnker-bar más barato del barrio. Cómo definir el tiempo perdido, esa sensación inútil de haber malgastado las horas en iras idiotas, en discusiones sobre el porqué de todo, si el tabaco sube diez pesetas, sobre el sistema y la educación, la sopa demasiado caliente, las camisas que aún siguen sucias o que es una pena que llueva en la mitad norte de mi ignorancia, sobre los “ismos” más o menos radicales, sobre el polvo acumulado en la mesita de noche, y qué decir del paro y los precios de la gasolina... Hasta que ¡¡¡BOOOOOUUUMM!!. Se desplomó el planeta, se hizo el ocaso y me dí cuenta demasiado tarde. La televisión lo colocó todo en su sitio, en nuestras mentes bloqueadas e indecisas; nos situó la desgracia dentro de los ojos y nos pusimos a llorar casi por obligación, porque eso es lo normal, por parecer humanos, cuando siempre fué al contrario. Cuando siempre habíamos mirado a otro lado, a las piernas de las chicas, a los coches y a los partidos de fútbol.

Nos inventaron una guerra a la que asistir temblando, como tontos que despiertan ante el mundo. Mundomierda. Y ahora, en 1984, miro con melancolía a la muerte, intentando verlo todo con otros ojos, intentando despedirme de todo esto como si realmente hubiera valido la pena pasar por aquí... Esperando el momento en que nadie mire y pueda salir corriendo hacia otra estación, dedicando el odio a todos esos que matan, que me matan y me roban la esperanza... y veo soldaditos americanos que mueren y no me importa porque son unos hijos de perra, solo quiero marcharme y llevarme conmigo esa foto de “ella”, mi eterna ninfa Elena!, la chica que nunca me amó... y después lanzarme al vacío y gritar Hola! al infinito. Quizás...


Escrito en Septiembre de 2001, días después de los atentados del día 11 en EEUU, y publicado (como algunos otros textos de este blog) en Ojo de Pez.

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