26 de noviembre de 2012

Un picnic genial


No recuerdo una primavera como aquella. Ni un día primaveral tan agradable y lindo. Tan lleno de felicidad.

Era una tarde de mayo. El cielo era blanco y no teníamos otra cosa mejor que hacer que salir a ver la hierba, la ría, el paisaje industrial.

Deseábamos morir para nacer de nuevo, alegres, radiantes, y vestidos con trajes a rayas, tal y como vestían los gangsters en las películas de cine negro; nuestro cine.

Todo fue natural y fácil. No hubo más que vestirse, recoger algunas cosas e irnos a las afueras, donde ya todo es de color de hierro oxidado y el cielo del mismo tono grisáceo que nuestra sangre.

Ella adoptaba todas las posturas típicas de una actriz, en tal o cual escena… maneras de sentarse peliculeras y de llevar las gafas de sol hasta en la noche más oscura y definitiva.

Aunque el dibujo que pueden ver junto a este texto no es muy bueno, nos da una idea de lo que fue un picnic estupendo, genial. Había hierba amarilla, marrón, rojiza, el río verde parecía el más amenazante pantano, y a veces dejaba flotar un viejo neumático, alguna mancha oscura, posiblemente de alguna sustancia nuclear.

Una tarde memorable. Llena de sobredosis, de besos, de juegos absurdos, de no saber lo que pasará mañana. Escogimos un rincón, entre arbustos, desde el que veíamos montañas azuladas, con algún edificio fantasmal en el fondo… tal vez perteneciente a Bilbao, tal vez solo a nuestra imaginación intoxicada. Cerca una casa vieja, rota, seguro que de algún chatarrero o simplemente abandonada y pasto de yonkis. Auténticos yonkis de la Margen Izquierda, que son los yonkis más yonkis de la Historia de la Humanidad.

Extendimos nuestro mantelito nuevo, encontrado en un contenedor de basura, y sacamos los bocadillos y los refrescos. Y otras cosas típicas para pasar la tarde: insulinas, limón, cuchara, agua destilada, sonrisa de goma, lágrimas, cigarrillos...

Así empezó nuestra gran fiesta. Nuestro picnic maravilloso. Nos sentimos como niños, al menos durante cinco minutos.

Ella me amaba. Nunca supe por qué. Yo, a cambio de su amor, incapaz de amar ni a ella ni a nadie, tan solo trataba de complacerla, lamiéndola de vez en cuando. Entonces bastaba y la vida era otra, y ella y yo podíamos pasear, ir a merendar al campo, como niños ancianos, disfrutando de cosas sencillas, de las cosas antiguas que siempre se han hecho, y que no tienen ninguna relación con las tiendas, ni con las aceras llenas de transeúntes, ni con los teléfonos, ni con ordenadores, ni con los píxeles ni los números de ninguna clase. Ni nada que ver con el puto dinero. Ella era como yo: real.

Un niño nos ayudó trayendo la guitarra, el cubo y la pala y además un balón de plástico, de los que no duelen cuando te dan un pelotazo, y de esta manera todo resultó agradable, porque no nos faltó de nada. El chicuelo jugó durante un buen rato y le otorgamos un descomunal bocadillo de Nocilla, que devoró con ansia, como se han de comer este tipo de merendolas eufóricas y reconstituyentes.

Por aquella época yo siempre procuraba llevar encima mi vieja grabadora; absolutamente analógica. En realidad no era como la que se ve en el dibujo. Lo que yo tenía era una grabador de cuatro pistas un poco más aparatoso y que funcionaba con cinta de cassette, no con grandes bobinas ni nada parecido.

Grababa canciones que venían a mi cabeza constantemente. Ella me inspiraba. Junto a ella trataba de estrujarme los sesos, de mantener una línea de creatividad por encima de todo en la vida. No me interesaba demasiado trabajar. En realidad no me interesaba nada más que mis canciones. Mis canciones y sus labios, los de ella.

Solía grabar un ritmo de Casiotone en una de las pistas, que me ayudaba, a modo de metrónomo, a no perder el compás. Después en otra de las pistas grababa una guitarra, acústica o eléctrica, dependiendo de la idea. Luego venía el bajo en otra pista. Como no disponía de él, solía imitarlo destensando las cuerdas graves de la guitarra española, una o dos octavas más bajas, que, según cómo situara el micrófono, podía incluso simular un contrabajo al tocar con los dedos. Y bueno, la pista restante la usaba para hacer lo que se llamaba ping-pong, o algo así, que era mezclar las pistas grabadas en otra, dejando así el resto nuevamente disponibles. Después vendría otra guitarra tal vez, el teclado con sonido de órgano, una caja de batería o similar, golpeada con mucho cuidado de no perder el ritmo.

Por fin llegaba la voz, que era algo horrible, pero había que hacerlo. Debía cantar yo mismo aquella melodía grabada de manera tan artesanal. Solían ser letras sencillas, que casi siempre expresaban soledad o denuncia, letras que ponían de relieve mi condición marciana en un mundo imposible de entender.

Pero continuando con el picnic... mi idea allí era grabar voces e ideas sueltas, grabar su voz, delicada pero firme, de carácter. Pues ella nunca quiso cantar mis canciones. De hecho, apenas hablaba. Eso fue lo que me enamoró de ella, sin lugar a dudas. Sus ojos ya lo decían todo, y bastaban para fusilar a cualquiera. Su pelo no era rubio, ni rojo, ni negro, ni como aparece en el dibujo. Su pelo era fuego y no se hable más.

Leímos viejas cartas de amor, de odio, de risa… porque nosotros sabíamos escribir aunque pareciéramos totalmente ignorantes ante el mundo. Escribíamos en papeles, perfumados o no, nuestras ideas, nuestros sentimientos, y nuestras líneas de tinta real solían torcerse por la prisa en sacarlo todo fuera, y si alguno de nuestros pensamientos se desviaba y si había especial emoción, lascivia o locura.

Esperamos a que anocheciera, para volver a casa cabizbajos, extenuados de tantas emociones en un solo día. En esa tarde de primavera, salvajemente familiar y sincera. Tal vez es poco para el mundo, pero para nosotros fue más que un dibujo.

Aquella tarde de picnic ella y yo nos suicidamos. Acabamos flotando en nuestro eterno cielo blanquecino e industrial, en lágrimas inflamables, que se mezclaban con aquella mancha… de alguna sustancia, probablemente nuclear.