28 de abril de 2012

Palabras abandonadas

Creo que estaría encantado de coger el tren todos los días para ir a Bilbao. Desde el otro día, he comprobado que es lo mejor que se puede hacer aquí.

Este pueblo, cuatro brasas de mi memoria, no tiene el menor atractivo para mí. Sin embargo aún queda el tren. El metro —que en su día pudo darme alguna esperanza—, hoy no me llena nada. Y desde que llega a Santurtzi, me parece un auténtica porquería, que no cumple su cometido, ya que tener que esperar diez o más minutos en la gruta me parece excesivo.

El tren tiene otra cosa, sí. Me siento joven en el tren. Retomo el hilo de la historieta en la que me quedé hace unos años, casi una década. La primera década del 2000 ha sido de una estupidez enorme. Solo destacable por ataques terroristas, alguna guerra absurda y por la llegada de eso que llaman crisis.

Bilbao nunca me dio un porvenir. Realmente pasear por Bilbao era ver pasear gente de dinero por la Gran Vía, algunos borrokas y algunos yonkis en el Casco Viejo. Pero nunca tuve oportunidad de trabajar allí, solo en mi juventud, ocasionalmente y gracias a alguna empresa de trabajo temporal. Por lo demás, Bilbao capital, de tan pretencioso, no tiene absolutamente ningún interés para mí.

Bilbao, hace tiempo, me dio un amor, que como todo, se fue. Aún había esperanzas por aquéllas, aún no había perdido ese hilo de la historia.

Sin embargo, tomar el tren en Barakaldo no está nada mal. Todavía hay humanos que se montan en él. ¡Y además se dirigen al trabajo! sí, ¡trabajan en Bilbao! Nunca pude imaginar una vida como esa, o mejor dicho, es lo único a lo que aspiré; a imaginarla. De repente me siento como si no tuviera una sola cana, dirijiéndome hacia nuestro local en Mazarredo para ensayar.

Incluso puedo caer en esa otra nostalgia de biblioteca de Bidebarrieta. Un lugar tan agradable... probablemente mejor que todos los garitos y antros del mundo. Sí, ¡donde esté una biblioteca!. El mejor sitio para distraerse, informarse de lo que hay, para mirar a las chicas que entran y salen, etc.

Yo creo que me gustaría tomar el tren en Barakaldo por la mañana, muy muy temprano. Pero no tengo razón por la que ir a Bilbao, es lástima.

Cuando llego de Madrid a la estación de autobuses de Bilbo, empiezo a ver mi entorno y ¡ya reniego nada más aterrizar! Es increíble. Después en el metro voy pensando en lo pijotero y asquerosamente burgués que es todo y todos los que van en el vagón. Todos tan arios, tan blancos, tan rectos, vestidos de "lo que se lleva", osea de H&M, muy como cuando estuve en París... eso que algunos seguiremos llamando gente "normal", es la única que aquí encuentro. La niña presumida, la asistenta social, el chavalín universitario, así como ves al borroka de tu pueblo, mira hombre, ahora domesticado por las circunstancias, el barbudo eterno que espera el partido del domingo 'pa ver al aleti la ostia', todas esas señoras pintarrajeadas, todos tan supervascos... no puedo describir nada más, es tan solo gente normal.

Entonces, me entra repentinamente las ganas de Madrid. De volver al circo, de escapar.

Pero como el otro día monté en el tren para unas "gestiones" (palabrita irritante que se las trae) que tenía que hacer en Bilbao, me dije; quieto.

No sé qué pasará. Nunca seré nada en esa ciudad porque como ya soy mayorcito, y para aspirar a un trabajo aquí has de pasar por un proceso de selección más propio de la NASA que de otra cosa, pues no sé si merece la pena quedarse. No tengo apellidos vascos ni carné ninguno, lo siento. Aunque no mucho.

La mayor parte de mis amigos del pasado se han dedicado a la normalidad, los que no, huyeron; se buscaron la vida fuera. Es triste pensar que en este pueblo anodino, que no tiene nada en absoluto destacable, uno solo puede aspirar a la hernia o el cáncer sea de la clase que sea. Pintando la mona en el bar. Eso y el athletic. No puedo sentirme más remotamente alejado de eso.

 Me siento extranjero en Bilbao y no quiero volver ni en la Aste Nagusia. Pero ese tren... me ha gustado... esa estación, antiguamente llamada Desierto Barakaldo tiene su punto y su historia... ¡puto tren!

Historias de invierno: día blanco, regalices rojos

Esta mañana al levantarme he subido la persiana y el día era blanco. He notado una claridad tan invernal que las sospechas han surgido rápidamente.

El día es blanquecino como los recuerdos de mi infancia y todos los inviernos vividos. Aunque también podía ser calificado de día gris claro, porque en mi pueblo el cielo era así. Recuerdos industriales y poco hechos, de fina lluvia y aire contaminado.

El caso es que me he dado cuenta de que me he despertado en 1982, tal vez 83, no importa. Pero frente a la casa de mis padres puedo ver la pared de ladrillo en la que cuelgan carteles de El hombre elefante y También los ángeles comen judías, que son pelis de actualidad, la de entonces. Seguramente confunda los años, pero ya digo que eso me da igual porque lo importante es que he despertado en otra época. La tienda de alfombras de al lado del muro de ladrillo vuelve a estar en su sitio, es alucinante, no puedo explicármelo. Las cosas están así.

¿Qué puedo hacer? A ratos llueve y me da reparo salir a la calle. He puesto la radio unos segundos… Radio Popular (Herri irratia zuekin, nino nino) aparece por ahí… con viejas voces anunciando no se qué comercio en Rodriguez Arias, pero prefiero apagar el aparato porque empiezo a sentir pavor. Todo es gris o blanco. Blanco es lo más optimista. No como ahora (?) que hasta sale el sol de vez en cuando, aunque también llueve y hace viento, todo consecutivamente en un mismo día. En aquella época, quiero decir, hoy (?), el color, el ambiente, era más plomizo y opaco. Ah, ¡y también había muchas barbas y trencas!

Siento repentinamente muchas ganas de salir y comprar gominolas y tal vez algún bolígrafo en la tienda de chucherías, cercana a la iglesia de Santa Teresa, una tienda que era mitad librería y mitad de caramelos y cuatro revistas.

Logro salir a la calle. Todo parece de lo más normal y creo que me he vuelto loco definitivamente. ¿Y si veo a algún conocido? ¿Tendrá el aspecto de cuando aquello o no? No me vale con ver al párroco de aquí al lado, ese sigue como siempre, de los típicos que no cambian, pero ¿y los demás? ¿podría encontrarme con algún viejo compañero del colegio? Apenas vive nadie ya en este pueblo de mis años de colegio, tampoco del instituto. No sé, no sé qué hacer. Me he sentado en el escalón a la entrada de la mercería frente a la tienda, lo cual es una suerte, pues dicha mercería ya no existe. Allí me como los regalices rojos que he comprado en la tienda. He visto que sigue como antes, con la misma señora que parece no haberme reconocido. Están buenos los regalices. Mientras miro a la zona de aparcamiento que hay en la plaza, que ya no existe, o a la tienda de muebles “Casanova” que tampoco existe.

Todo esto es un misterio… como ese cartel a medio arrancar de UCD en la pared de la iglesia. Me pregunto por la carnicería de la esquina, antes de que pusieran una pastelería que nunca tuvo gran función en esta zona de la calle, o la tienda de ultramarinos de aquel señor cuyas canas resplandecían y parecían lo único luminoso en su oscuro local lleno de sacos de patatas y otros alimentos. Y llegados a este punto no podía dejar de pensar en comprar un bollo en la panadería que hubo al lado de casa, un bollo de los que hacían en Harino Panadera, la fábrica donde trabajaba mi padre.

Todo esto es muy fuerte. No, no quiero saber más, solo quiero acabar de comerme los regalices, ¿qué hago yo comiendo regalices a las once de la mañana sentado en la entrada de una tienda que solo es un recuerdo? ¡Y solo por despertar en un día blanco!

Observo una pintada en la pared al otro lado de la tienda de chucherías, ya junto al colegio. Pone “Non dago Mikel?” y recuerdo que esta enigmática pregunta hace referencia a la desaparición de un activista político en manos de la policía en rarísimas circunstancias, cosa que solía ocurrir de vez en cuando. Porque ciertamente las pintadas no pueden faltar. La palabra ”Amnistia “ se estilaba mucho y, por supuesto, la más famosa de todas que no hace falta mencionar por no herir sensibilidades.

Bueno, se me va la cabeza, y no tengo claro si quiero volver a casa, acostarme y dormir lo suficiente hasta recuperar mi tiempo, o seguir paseando por los restos de mi memoria y la memoria del lugar donde nací y crecí. Tal vez sea demasiado fuerte y acabe en el desmayo. Lo pienso, pero no importa, mis pies se dirigen finalmente hacia la tienda para comprar más regalices rojos. He decidido dejarme llevar, ¿qué importa?  a fin de cuentas lo de ahora (o lo de antes, según se mire) no es más que morralla de adulto, un estar por estar, un gastar días sin apenas esperanza. El principio del fin.

Pues nada, lo dicho, me quedaré por aquí a ver qué pasa, que esto no se vive todos los días.

Historias de invierno: Alguien que entra y sale

Bueno, ahora vivo en una casa que tiene un pasillo muy largo y estrecho. En realidad es bastante lúgubre. En uno de los lados están las habitaciones pero en el otro lado no hay nada, pared lisa, ni un triste cuadro o adorno.

Se ve poco aun con la luz encendida. No debería ser legal este tipo de pasillos. En ellos no se puede uno revolcar, ni jugar a nada… tan solo metros de vacío desperdiciados.

Me he acabado acostumbrando a este espacio tenebroso y al recorrido hasta mi habitación. Es duro, sí. Y ahora resulta que encuentro el pasillo como una analogía de mí mismo, pero éste ya es un asunto demasiado metafísico y ustedes necesitan descansar.

Yo iba a lo siguiente; el caso es que noto que éste largo pasillo no dice toda la verdad, pues por la noche oigo algunos ruidos. Creo que alguien recorre la casa de lado a lado, siento los pasos… Alguien entra cuando yo me distraigo o duermo. Creo que da miedo, ¿serán fantasmas? Seguramente, pero la duda es lo peor y la imaginación vuela sin atender a racionalidad alguna.

Me gustaría hablar de la primavera y de lo bonita que es la vida, incluso lo deseo, pero chicos, no hay manera. Lo cierto es que sé muy poco de la primavera, así como al invierno lo conozco como si lo hubiera parido.

Y aquí, en esta casa, en este pasillo, es siempre invierno. Por eso me extraña que vengan gentes a escondidas, deambulando de arriba abajo como si tal cosa, ¿vendrán abrigados? Es más lógico pensar que lo que vienen es a resguardarse del desapacible exterior sin saber lo que hay aquí.

Curioso que aún hoy  haya personas que entren en mi vida. Y salgan. Sucede lo mismo que en la dichosa casa de altos techos y pasillo de terror. Sin yo apenas darme cuenta me veo albergando huéspedes, en el alma, el corazón, el cerebro y quizás en alguna otra parte. Alguien que patina a través de mí y se deja caer en las paredes acolchadas. No digo nada, dejo que suceda y sucede. Los que se van dejan la puerta abierta y de repente me siento helado porque tras ellos entra el invierno y no me libro de gripes ni de locuras. Y dale, que siempre acabo en la metafísica. El lastre de la metafísica, siempre disponible para explicar nada.

Quiero cambiar todo esto, de casa y de pasillo. Vigilar la puerta pues la abren aunque cierre con cuatro vueltas de llave y aunque mi misantropía asome desde la ventana que da a la calle. No quiero que entren sin permiso. Al menos hasta que se me pase el resfriado.